Voy a contaros la historia de una hermosa abogada de 55 años. Ella, con su vida de rosa y lujos, guarda un secreto que pocos conocen. Ni siquiera su marido o sus hijos tienen idea de la punzada de dolor con la que viaja, desde los 20 años.
Una mañana recibió una llamada inesperada, de una amiga. Hacía mucho que no charlaban y se pusieron a recordar anécdotas pasadas. Rememoraron a antiguos amigos. Uno era ahora un reputado abogado en Francia, el otro estaba de juez en Milán, otra se había casado con un ministro.
Todo divertido, ameno, hasta que de pronto, la amiga le dijo:
—¿Recuerdas a Manuel, aquel mozo de almacén que tenía tu padre en una de las fábricas?—
Ella disimuló, aunque le dio un vuelco el corazón. ¿Cómo no se iba a acordar de él?, había sido el amor de su vida.
Y siguió contando la amiga:
—Acabo de leer en el periódico que falleció en un accidente de coche. Pobre hombre, tenía 60 años.—
En ese momento se le cayó el mundo al suelo. Le dijo a su amiga que era una pena, que su padre se iba a entristecer cuando lo supiera, porque a sus empleados siempre les había tenido mucho cariño.
Mantuvo la compostura y, cuando se despidieron, corrió escaleras arriba a por su portátil. Escribió su nombre en el buscador y allí, en varios periódicos, salía la noticia, con su foto. No podía ser. Era imposible.
Le había llamado, tres días atrás, para felicitarle por su cumpleaños. Se llamaban esporádicamente, en fiestas y cumpleaños. No hablaban del pasado común que sus corazones tenían, nada más allá de un: “Sigues teniendo la voz más bonita del mundo” o un “El otro día te vi pasar de lejos y te sienta muy bien la barba que llevas”.

La historia, de esta mujer a la que vamos a poner de nombre Lucía, comenzó así:
Manuel trabajaba de mozo de almacén de una de las fábricas del padre de Lucía, un rico empresario de Cantabria. Lucía tenía 15 años cuando lo vió por primera vez. Al verlo, fue como si el mundo se parase; como si todas las mariposas del planeta se hubieran acercado a su pecho y lo inundaran por completo; como si todos los besos de los enamorados se hubiesen posado en su boca, susurrando mil “te quieros”; como si hubieran tenido un pasado lleno de años y vida juntos, acurrucados frente al fuego.
Y así, como a veces suceden las cosas de la vida, se fueron enamorando, se fueron encontrando a escondidas, sin que nadie los viera, sin que nadie supiera. Aquello era un amor imposible, ella era de “alta cuna”, y su amado, un empleado de familia humilde. Su padre lo había dejado claro, que no se le ocurriera ennoviarse con un “donnadie”, que los mataba a ella y a él.
Tras cinco años de amor secreto, urdieron un plan para escaparse juntos a Francia, donde poder comenzar desde cero, con la libertad del amor. Una madrugada, Lucía salió de casa, sigilosa, con una mochila cargada a su espalda. Quedaron en juntarse en el puerto, desde donde salía un barco, muy temprano, hasta Francia. Allí alquilarían un piso y buscarían un trabajo para vivir.
Llegó al puerto con la emoción de ver a su enamorado y su corazón se paró, lo que encontró no fue a su amado, sino a su padre, que los había oído hablar del plan de fuga el día anterior. Resultó que no era tan fiero el león como se quería pintar y su padre no mató a Manuel, ni la mató a ella. Lo que hizo fue trasladar al muchacho a otra de sus fábricas en Cádiz, y lo amenazó severamente si se le ocurría contarle a alguien que querían escaparse juntos. A Lucía la mandó a estudiar a Estados Unidos, cinco años.
Así, en un segundo, se truncaron sus planes de futuro, su amor y su vida. Todo quedó sepultado entre las lágrimas que rodaron, mejilla abajo, durante meses.

Nuestra protagonista contrató a un detective para que descubriera la dirección de Manuel en Cádiz y le escribió una carta, desde Estados Unidos. Al cabo de un mes recibió respuesta. Manuel escribía diciendo que era mejor que cada uno siguiera su vida, que siempre la amaría, que su amor era imposible y que le deseaba suerte.
Con el título de abogada entre las manos, a los 25 regresó Lucía a Cantabria, más madura, más segura, más guapa, con muchas experiencias a sus espaldas. Manuel estaba casado y con una hija en camino. Dos años atrás había vuelto a Cantabria, después de dejar el trabajo en la fábrica de Cádiz.
Lucía y Manuel hicieron sus vidas por separado, y cuando se encontraban de casualidad en la calle, disimulaban tras un simple “hola o adiós”, porque aquel amor fue prohibido y quedó grabado en los albores de la historia.
Me gustaría devolverles ese amor que no pudo ser. A ellos y a todos los que han vivido un amor imposible.
Queridos Lucía y Manuel, la vida os apartó de vuestro amor más grande. Aquí, hoy, ahora:
- Os devuelvo las caricias y los besos que se perdieron en el olvido de lo que no pudo ser.
- Os regalo un millón momentos bajo las estrellas y apasionadas miradas al amanecer.
- Os entrego mil paseos, agarrados de la mano en la orilla del mar.
- Os invito a una cena romántica cada sábado, en el restaurante más hermoso que oséis imaginar.
- Borro, al fin, de la memoria, la tristeza y la soledad de vuestros corazones.
Dedicado a los que por cualquier causa (dinero, edad, distancia, ideologías políticas, raza, guerras, encarcelamiento, religión,…) no pudieron amar libres.
Con cariño,
Mirena