Hoy voy a hablar de la educación, esa educación que se comparte en el avión, en los autobuses, taxis, metros, trenes, barcos, restaurantes y hoteles, durante las vacaciones, en la época estival.
No me refiero a la educación que se adquiere a través de los estudios. Me refiero aquí al «savoir-faire» que los franceses usan para expresar un saber estar, saber comportarse con los otros y en cualquier reunión social o lugar.
Hace nada que hemos regresado de las vacaciones veraniegas.
Me encanta viajar.
Soy viajera desde que recuerde.
Mis padres, emigrantes ambos, me llevaron de acá para allá desde que era bebé, para conocer a familiares y visitar los lugares de dónde eran ellos.
A mi padre le encantaba descubrir más allá de su ciudad natal, Vigo, que visitábamos en navidades, semana santa o a finales de verano. Nos embarcábamos juntos a recorrer las callejuelas de los pueblos cercanos. Descubríamos la parte más próxima de Portugal, paseábamos por las playas del litoral gallego,…
En verano, como mi madre es extremeña, viajábamos a su pueblo, Nogales. Partiendo de allí, visitábamos sitios del sur de España. Toda la zona de Extremadura, la parte de Portugal que linda con Badajoz, algunas ciudades y pueblos de Andalucía,…
En algunas ocasiones, juntándonos con mis tíos y primas, gozábamos de los kilómetros que la carretera anunciaba y nos sumergíamos en las más insólitas andanzas, en aquellas épocas en las que no había GPS y las rutas las trazaba mi padre mirando «La guía Campsa», cada año más gorda y con más información de los lugares que se cruzaban hasta llegar a nuestro destino.
Mi padre, que nos levantaba «a punta mañana» para que pudiéramos llegar temprano a los sitios, al llegar siempre preguntaba a los vecinos, dónde vivía la gente de la zona, la de verdad, no los turistas. Le encantaba descubrir la historia de cada municipio, la verdad de los lugareños, la vida real.
De él aprendí que es importante observar cómo se comportan en cada rincón, para adaptarnos un poco a sus costumbres, como reza aquel antiguo refrán que dice: «allá donde fueres, haz lo que vieres».
Mi madre nos instaba a que dejáramos recogido todo, que no se notara que habíamos pasado por allí, que no quedara ni una miga del bocadillo, ni un papel, ni un plástico, ni una servilleta perdidos.
Incluso de ellos aprendí la necesidad de dejar el lugar como te lo has encontrado o mejor, para que los que vengan detrás puedan sentirse igual de a gusto que tú en ese restaurante, bar, tren, parque, baño,…
Ahora, junto a mi marido y a mi hijo (a veces se apuntan amigos), recogemos suciedades de las playas. Siempre llevo una bolsa de basura vacía en el maletero, por si nos da por acercarnos a la playa. Y muchas son las veces que me encuentro por la calle con un papel y lo deposito en la papelera.
A esta educación me refiero. A la que ya traes de casa, puesta contigo.
No soy de las que ve la televisión, pero siempre alguien me comenta algo sobre un programa que ha visto. Estos días se habla mucho de las señoras que realizan la limpieza de los hoteles, las camareras de habitación, que andan un poco revolucionadas, atreviéndose a pedir que se cumplan sus derechos.
Siempre me he sentido solidarizada con ellas, siempre les dejo propinas, siempre procuro mantener la habitación medianamente organizada para que cuando lleguen no se encuentren una batalla campal, porque, de una manera inconsciente, me pongo en su lugar. Porque creo que es un trabajo bastante estresante y mal pagado, en el que han de tratar con seres humanos que a veces no son de los más amable, limpio o bueno.
Llego a la habitación.
Cada vez que llego a un hotel, lo primero que hago, es agradecerle a la habitación que va a ser mi casa durante los días que voy a estar ahí. Toco la pared, inspiro y agradezco de corazón esta nueva aventura en solitario o junto a mi familia.
Luego, observo el espacio y me pongo a colocar la maleta. Este ordenar mi equipaje es algo que necesito de veras, sin importarme lo cansada que llegue o las horas que sean.
Bueno, he de reconocer que en los viajes de muchas horas de avión, me lo tomo con más calma y mi prioridad es darme una ducha y acostarme. Aunque al día siguiente, lo primero, la maleta.
Se cuentan con los dedos los viajes en los cuales no deshice la maleta, porque cada noche estábamos en un hotel diferente, como el viaje por Islandia, en el que cada día íbamos a un lugar y no llegábamos hasta las tantas, así que no se desmonté nada. Igualmente, procuraba llevar un orden, ponía en una zona la ropa que ya no se podía usar, en otra la que se podía reciclar, en otro lado todo lo de la ropa de nieve, los zapatos siempre colocados en la entrada,… este tipo de trucos te facilitan el viaje cuando no puedes colocar tus prendas en el armario.
Otra vez que recuerdo que pasábamos de un lado a otro, fue un circuito por Viena, Praga, Budapest, en el que cambiamos bastante de hotel… o cuando fuimos a Costa Rica, que también fue un recorrido de dos semanas por cinco hoteles o así. Igualmente, en estos viajes, aunque nos quedábamos menos tiempo, sí colgaba y colocaba algunas cosas en los cajones y armarios. Para evitar mucho trote de maleta, llevé poca ropa, así es más manejable, en viajes largos puedes lavarte la ropa y se seca, para poder reutilizar.
A mí me gusta sentirme en casa allá donde voy. A mi marido y a mi hijo les insisto en que procuren ser ordenados en esta nueva casa momentánea. Así me siento más tranquila, más cómoda.
Además, otra costumbre que tengo es la de procurar dejar la habitación lo más ordenada posible. Si mi casa anda más o menos organizada (tampoco te vayas a pensar que soy una maniática del orden), vaya donde vaya, me gusta disponer de mis cosas de una manera coherente y colocada.
Este orden simple, me facilita la estancia en cualquier hotel o en cualquier casa a la que me acerque. Así encontramos más pronto las cosas y es más fácil la convivencia. Teniendo en cuenta que en una casa disponemos de más espacio que en una habitación, cualquier truco que nos haga más fácil el interactuar los tres allí dentro, pues se agradece.
A veces nos dejan llevar a los hoteles al pequeñajo de la familia, a nuestro perrito Fénix y es necesario mantener más el orden, porque somos más y son más cosas las que se han movido.
Y en este dejar la habitación ordenada, se acerca el comentario de la educación de hoy.
Mario me pregunta muchas veces por qué le obligo a mantener la estancia colocada, si ya va a venir la señora que limpia la habitación, que para eso le paga el hotel.
Yo le digo que las personas que vienen a recoger disponen de muy poco tiempo, además de que les pagan muy poco por hacer una tarea ingrata. A mí me cuesta muy poco echar para arriba las sábanas y la colcha y dejar el baño recogido, con las toallas que quiero que me cambien preparadas y bien señalizadas, y las toallas que voy a reutilizar, puestas en su lugar.
También es muy fácil mantener la ropa doblada y las cosas en los cajones. Así se localiza luego todo más pronto.
Otra cosa que hago, es saludar a todas las señoras de la limpieza que me cruzo, o al personal que pasa por mi vera. ¿Qué me cuesta ser amable?
En algunas ocasiones les he dejado una nota en la que escribía lo agradecida que estaba por su buen hacer y les he dejado también, de regalo, alguno de mis libros. A veces me contestan, si les dejo un correo. Es muy gratificante hacer el bien.
Este tipo de educación es gratis o prácticamente gratis, porque si das propinas, algo gastas, claro.
Mario, mi hijo, a veces se avergüenza de mí, sobre todo ahora que anda taaaannnn adolescente. Me regaña y se queja de que sonrío y saludo a todo lo que «se menea», y encima no los conozco.
Le digo que no importa que los conozca, la verdadera importancia es que les estoy dando vida a todos esos seres humanos que me cruzo, con un saludo, con una sonrisa, con un leve gesto de la cabeza, con un «buenas», «hola» o «¿qué tal?».
Se acaba el viaje.
Me marcho de la habitación, reviso todo por si me dejo algo, agradezco al lugar que ha sido mi casa durante estos días, todo la pared, inspiro, me despido. Sueño con volver de nuevo a esta estancia, si ha sido grato el destino.
Cada uno ha de actuar como le plazca. No voy a decirte que saludes a los desconocidos, o que sonrías a las personas que te cruces por la calle, en un ascensor, en un hotel o en el metro…. O quizá sí.
Te propongo un ejercicio:
Durante todo el día de hoy o de mañana, si ya es de noche cuando me leas, prueba a sonreír a todas las personas que te cruces.
Luego puedes anotar en una libreta lo que has sentido al realizar este pequeño ejercicio:
-Si ha sido duro.
-Si ha sido fácil.
-Si te has reído.
-Si te han devuelto la sonrisa.
-Si te han dicho hola o cualquier otro saludo.
-Si te has sentido bien.
-Si te has muerto de vergüenza.
-Si lo has intentado, pero no has podido.
-Si te ha gustado tanto que lo has hecho varios días seguidos y lo vas a incorporar en tu rutina diaria.
Anota todo.
Lee lo anotado y reflexiona sobre si te sientes diferente después.
La educación es algo sutil que se va colando entre las entretelas de tu vida, como un aroma dulce a almendras tostadas y que envuelve tu camino, poco a poco, sin que ni siquiera te des cuenta. No es preciso estudiar para ser educado, es innato, se puede aprender, sí, se puede cultivar, sí, aunque se nace con ello, al igual que la elegancia.
No es más educado el que más carreras o masters tiene, el labriego de pueblo que no sabe escribir, puede ser más delicado en el trato que un catedrático de la universidad más prestigiosa del mundo.
La educación a la que me refiero no se compra, nace de cada acto bueno que eres capaz de realizar pensando en el bien ajeno, pensando en la naturaleza, en todos los seres y en la madre Tierra que nos sostiene y alimenta.
Nota: Agradezco de corazón a mis padres el haber sido tan viajeros, gracias a ellos he recorrido España y Portugal en muchísimas de sus partes, desde pequeña. Me han inculcado las ganas de conocer más mundo y más gentes maravillosas.
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Abrazos de corazón.
María José Malleiro Zorzano