Le decían loca por abrazar mendigos,
por pisar descalza la hierba del río,
por mirar la luna
en cada uno de sus cambiantes ciclos.
Ahí va la bruja,
grises sus sienes.
Aquella que duerme bajo el cielo estrellado
del bosque sincero,
la que sana con remedios caseros.
Sintió de cerca los ojos,
de aquellos que juzgan lo desconocido.
Críticas más hechas por ignorancia que por miedo.
Le llamaban bruja,
porque nada sabían
de la simpleza de un emplasto,
de la magia de un ungüento,
o del poder que la palabra gracias lleva dentro.
Criticaron su vida sin comprender
la importancia que tiene en el tiempo:
observar los árboles, las plantas,
el agua, los latidos del viento.
La nombraron loca por mostrar desnudez
en su casa, arropada por su fuego interno,
y descubrirse, en cada uno de sus rincones,
los de fuera, los de dentro.
No supieron como etiquetarla
al verla tratar con la tierra, el agua,
el fuego o el viento.
Viajan a su lado los elementos.
La nombraron de mil maneras.
Ella se dejaba nombrar, se dejaba decir y juzgar.
No era su juego, era el juego del otro,
de aquel que en su ceguera,
solo ve con los ojos abiertos.
Poco o nada le importaban
aquellos juicios, de los otros.
Respondía a cuestiones innombrables
para aquellos tiempos.
Encontraba respuestas a preguntas
que aún nadie se había hecho.
Su casa olía a consejos prohibidos,
secretos a gritos, saber e incienso.
Ardían las hierbas,
las hojas de helecho,
los tallos del fresno.
Aquel día vinieron a buscarla.
Caminaba al regreso, tranquila, sin miedo.
Ya lo había hecho antes, aún estaba fresco el recuerdo.
Otras continuarán su trabajo.
Arde la llama, brasa en la hoguera, crepitar de troncos,
corazón caliente, emociones fuera.
La llamaban bruja.
Ardió junto a la madera.
Y ahora ha vuelto.
Un abrazo desde mi corazón al tuyo
Mirena